lunes, 11 de diciembre de 2017

Ellas no vieron lo que vi yo

Han pasado 8 meses desde que tomé la decisión de escribir acerca de mi padre. Padre, esa palabra que pocas veces digo, porque decirla me cuesta tanto, porque decirla aún me daña.

Imagen obtenida de Google
Imagen obtenida de Google
No me atrevería tan siquiera a dudar de la inocencia de los niños en este mundo tan corrompido. Eso, la inocencia, es algo tan inherente a ellos. Mejor pensar que hoy los niños saben "cosas" que los ya adultos nos tardamos muchos más años en conocer. Me refiero exactamente al sexo en toda la amplitud de su definición y su realización. Y pongo de manifiesta la inocencia de los niños porque ha sido ella quien me ha servido de excusa ante las mil y un preguntas que rondan mi cabeza desde hace unos años atrás.

Contaba con solo 8 años cuando fui testigo de la más repugnante escena que jamás haya visto.

No quiero ahondar en detalles porque siento que si lo hago le falto al resentimiento que ha sido mi compañero fiel cada vez que de papá se trata.

Y es que es tan cierta la frase "recordar es volver a vivir" que las imágenes se presentan nítidas como si las hubiese visto apenas hace unos minutos.

Volver a aquel día en que vi a mi padre y a su amante copulando tan soezmente como si de dos animales (con el perdón de los animales y sin afán de ofenderlos) se tratara aún me revuelve el estómago. Tengo que reconocer avergonzada que no lograba descifrar lo que ahí veía y me quedé absorta por unos minutos sin saber si cerrar la puerta e irme o llamar a "papi" para que sepa que estaba allí.

Pero me avergüenza más haber vendido mi silencio por una barra de chocolate. Sí, es el chocolate mi mayor debilidad.

De regreso a casa de aquel desafortunado lugar, papá trataba de convencerme una y otra vez de que solo se escondía de mí y que por nada del mundo mi madre se debía enterar. Entramos a una tienda y me compró un chocolate. Al instante del contacto de mi boca con aquél néctar maravilloso mi memoria guardó aquel momento tan celosamente que solo 7 años más tarde pude recordarlo.

Hoy, confieso amarlo tanto pero lo detesto con la misma intensidad. Y siempre soy interrogada por mi madre y mis hermanas ante mi negativa de visitarlo. Es que ellas no vieron lo que vi yo.

jueves, 6 de abril de 2017

FELIZ CUMPLEAÑOS PAPÁ


Si me hubiesen dicho que hoy, 6 de abril de 2017, iba a estar escribiendo estas letras no lo hubiese creído. Lo cierto es que  lo que hoy pasa, me pasa cada año en esta misma fecha.

Pasa que no importa cuán lejos se encuentre papá, yo lo sigo queriendo; pasa que, aunque el pasado sigue presente, lo recuerdo a cada momento; pasa que sin importar todas las mil y un veces que he dicho que lo odio, lo sigo amando; pasa que aunque diga que no tengo papá, su presencia me hace tanta falta.

Hoy como cada año celebro desde lejos y en silencio su cumpleaños. Sin llamadas, sin mensajes y muchos menos abrazos y besos.

¿Que si me entristece recordarlo? Sí. ¿Que si estoy sola justo en este momento en el que escribo? Sí. ¿Que si estoy llorando? No. Hace muchos años aprendí a no llorar por papá. Hace muchos años que no lloro su ausencia. Desde que se fue, añorarlo duele más y más pero es un dolor que se mantiene latente, que no exteriorizo.

Dicen que el tiempo y la distancia lo curan todo, pero eso no aplica en mí. Y aunque todavía mi corazón se encuentra lacerado, con todo el amor del que soy capaz, te deseo feliz cumpleaños papá.

martes, 7 de febrero de 2017

VOLVIÓ LA CALMA


8:13 de la mañana. Era la primera vez, después de tres meses, que dormía bien. Y es que desde la llegada de los visitantes las noches eran más cortas y mis preocupaciones se intensificaban con cada día que pasaba.

Fueron tres meses. Tres largos meses en los que las manecillas del reloj parecían caminar a pasos lentos como si al tiempo le satisficiera la tortura que me resultaba la mesura con que transcurrían las horas.

El calendario marcaba 1 de octubre de 2016. La presencia de los visitantes se nos fue impuesta, pues siempre manifestamos nuestra renuencia a que ocupen un espacio de nuestra pequeña casa. Sin embargo, decidimos acatar la decisión dada desde "el alto mando".

Y como era de esperarse, la diferencias empezaron a notarse, tanto así que la tensión que existía entre los visitantes y nosotras se percibía en todos los rincones transitados.

8:13 de la mañana. Era la primera vez, después de tres meses, que dormía bien. Solo unas cuantas horas habían transcurrido desde que los visitantes dejaron nuestra casa. Ya hasta se me había olvidado el placer de vivir libremente, de hacer lo que quisiera sin tener esos ojos acusadores e interrogadores sobre tu espalda, de ser yo misma. Ahora la paz había vuelto a nuestra casa. Ahora caminar por ella con los ojos cerrados era como sumergirse en el más profundo estado de concentración del cual solo yo podía salir. Ya nada nos desconcentraba.

sábado, 14 de enero de 2017

CONFLICTOS


"Si tu madre te dice que te quiere, duda" era la frase que con frecuencia utilizaba mi profesor de Redacción Periodística durante sus cátedras. Y hoy empiezo a creer que la crueldad que hay tras esta expresión no está lejos de la realidad. Por lo menos no de mi realidad.

Y es que me cuesta demasiado entender la actitud que, en ocasiones, mi madre toma. Intentando justificarla de algún modo, hago miles de conjeturas. Pero da la casualidad de que siempre llego a la misma conclusión no sin antes dar vueltas en dos situaciones.

Resulta que cuando solo tenía 8 años presencié a mi padre con su amante en una "posición" no apta para niños de esa edad. Y coloco entre comillas la palabra posición porque ésta puede ser tomada desde dos puntos de vista totalmente diferentes que van a depender, lógicamente, de quien la conceptúe. Pero este es un tema que ampliaré en otra ocasión. Se supone que debí enterar a mi mamá de lo que había visto. Sin embargo, no lo hice en ese momento. A los 15 años de edad decidí hablar de aquel suceso mas no lo conté completamente. Opté por poner puntos suspensivos en varias partes de mi declaración.

Por otra parte está mi carácter que según mi mamá es la misma de mi papá. Cuando el "señor" vivía con nosotras me apodaba Fosforito. El alias tan particular que me asignó debía precisamente a mi "carácter altamente explosivo". Decía que, así como el fósforo que al más mínimo roce enciende su flama, yo me encolerizaba sin razón aparentemente justificable. Según mi mamá, mi carácter no ha cambiado y sigo enojándome por nada. Y esa es la razón por la que, a menudo, me compara con su ex marido, situación que obviamente me disgusta al extremo.

Ahora el dilema: identificar si su actitud hacia mí es por parecerme a mi papá o por ocultarle la verdad sobre el engaño del que, en aquel momento, estaba siendo víctima. Lo que sí tengo muy claro es que todo gira en torno al hombre que se dice ser mi padre. Y no es que dude de su paternidad. Yo no. Fue él quien en algún momento renegó de mí. La razón no la sé. Y a estas alturas de mi vida ya no me interesa saberla.

La finalidad de estas líneas no es desprestigiar a mi madre. Pese a todos los problemas y todas las discusiones que podamos tener yo la amo infinitamente. Ella es un ser a quien admiro más allá de sus defectos, más allá de sus palabras que suelen resultar hirientes, más allá de su ausencia en momentos que se suponen son importantes en la vida de un hijo (es por su trabajo). Si decidí escribir sobre este tema es porque necesitaba externar todo esto que me ahogaba, que me obstaculizaba la garganta hasta el punto de dejarme sin respiración. Y, ¿saben qué? Me siento mucho mejor.

Amo a mi madre. La amo con mi alma, con mi corazón, con mi hígado (aunque a veces parece que me intoxica de tanta bilis que produce), con mi cabeza, con todo mi ser. Y aunque quisiera reventar de coraje y huir, puede más el sentimiento. Entonces aquí sigo: amando, peleando, riendo, discutiendo, conversando, reconciliando, amando, peleando... Y todo se repite en círculo.

Pero no todo es malo. En esta narración en la que parece que mi vida es conflictiva, ella (mi madre) y yo tenemos muchos momentos en los que nos disfrutamos y compartimos como las amigas que somos. Es solo que cuando empecé a escribir habían pasado apenas unas horas desde nuestro último enfrentamiento. La redacción quedó inconclusa y la terminé cuando aclaramos el problema. Por eso el giro que tomó al final.

martes, 9 de febrero de 2016

De la bicicleta al piso


Era marzo del 96. Tan solo contaba con 6 años y ya pensaba en grande. En la última navidad mi mamá me había regalado una bicicleta. En realidad la bicicleta no era solo mía. La tarjeta junto al pompón decía: "con amor para Clau y Ale, de mami". Creo que a esa edad es muy normal que los niños sean algo egoístas y, en lo que a mí respecta, me parecía de lo peor tener que compartir algunas cosas con mi hermana mayor. Sin embargo, el que mamá nos haya complacido con lo que siempre habíamos ansiado, desechaba (solo a veces) la idea de quererlo todo para mí.

Habían pasado tres meses desde que recibimos nuestro regalo y yo solo lo había tocado para limpiarlo. Yo deseaba tanto poder subirme en la bicicleta, alcanzar tal velocidad  y, con el viento en mi rostro, sentirme totalmente libre. Pero hasta entonces todo era solo un bonito sueño que veía más cerca cada día.

Mi hermana conducía la bicicleta de una manera que yo, en mi corta vida, jamás había visto. Tanto anhelaba yo conducir como ella pero no tenía quien me enseñe. Mi mamá trabajaba casi todo el día y al llegar a casa se ocupaba de nosotras, pero ella tampoco sabía conducir una bicicleta así que quedaba descartada de mi lista de posibles maestros. Mi papá jamás estaba cuando se lo necesitaba, por lo tanto tampoco contaba con él. Mi hermana, aunque me consentía demasiado, tenía tan poca paciencia que si no entendía algo me abandonaba. ¡Me sentía tan sola!, nadie me acompañaba en mi camino por cumplir mi gran sueño.

Varias veces intenté, sola, manejar la bicicleta y llegar, al menos, a la casa de al lado. Pero no alcanzaba a subirme bien cuando mi pequeño cuerpo ya estaba estrellándose contra el piso. Respiraba profundo, sacaba fuerzas de donde no tenía, me levantaba y volvía a probar suerte pero la situación no mejoraba. Después de tantas caídas, al final desistía. Tomaba la bicicleta y entraba a la casa con el cuerpo adolorido y las rodillas lastimadas.

Tantas veces lo había intentado sin obtener resultados que empezaba a abandonar mi sueño. Y cuando más me sentía sola, sin nadie que me ayude, apareció mi tío. Él fue, por mucho tiempo, mi tío favorito. Su nombre es José pero todos lo conocen como Jota. Es hermano de mamá y en aquel tiempo llegaba a presentarse en una entrevista de trabajo y como éramos su única familia en el lugar, se quedó con nosotros.

Siempre fui la consentida del tío Jota así que no fue difícil convencerlo para que me enseñe a manejar la bicicleta. Es más, ni siquiera tuve que insistir porque a la primera que se lo pedí aceptó.

Esa misma tarde salimos al entrenamiento. Me llevó al parque y ahí empezaron las primeras clases. Aunque ya tenía la mala experiencia de todas las caídas al aventurarme a aprender sola, su presencia me transmitía confianza. Poco a poco comenzó a soltarme hasta que pude mantener el equilibrio yo sola. Llena de contento recorrí el parque en bicicleta con el tío Jota que avanzaba siempre a mi lado.

Feliz, llegué a casa a contarles a todos que ya podía manejar la bicicleta.

Mi primo era ciclista y fue lo que me motivó a tener ese sueño. Admiraba ver la rapidez con la que se desplazaba y las piruetas que hacía en el aire. Yo quería ser como él, hacer lo mismo que hacia él, ese siempre fue mi sueño. Me apasioné tanto que ya no me bastaba solo con saber conducir la bicicleta; ahora quería entrenar como él.

Yo sabía que mi primo no me lo permitiría pero igual se lo pedí. Su respuesta fue un no rotundo. Y como no me daba opción decidí seguirlo para conocer dónde entrenaba. Sigilosamente lo seguía sin perderlo de vista, hasta que llegamos. Con paciencia esperé a que terminara el entrenamiento y cuando al fin se fue me acerqué. Era una cuesta no tan inclinada. Al principio tuve miedo pero cuando vi al tío Jota a mi lado, el miedo desapareció. Mientras yo seguía a mi primo, el tío Jota me seguía y se había ocultado en un lugar cercano al mío.

Quiso detenerme, pero era demasiado tarde porque ya yo estaba decidida a hacerlo. Tuvo que aceptar mi decisión. Yo me sentía grande, mayor, toda una mujer, porque era la primera vez que alguien respetaba mi decisión. Lo dudé por unos segundos y antes de que la cobardía me gane retrocedí para ganar velocidad. Tal vez esa fue mi peor decisión pero si no lo hubiera hecho estoy segura de que ahora me estuviera arrepintiendo.

En realidad me arrepentí cuando cogí la cuesta porque a mitad de ella me di cuenta de que lo que me esperaba abajo no era nada parecido a la suavidad de la sábana de seda en mi cama. Empecé a gritar y cerré los ojos pero no soltaba el timón de la bicicleta. A lo lejos escuchaba al tío Jota que me gritaba que mueva el timón porque me estrellaría contra el cercado de una finca. Lo dicho. Y para mi desgracia el cercado estaba hecho de alambre de púas.

Me quedé tendida en el piso hasta que llegó el tío Jota y me ayudó a levantar. Mis brazos y mis piernas sangraban por los rasguños que había hecho el alambre de púas. Afortunadamente mi cara estaba intacta. El tío Jota me tomó en sus brazos y me llevó a casa. Mi madre estaba desesperada porque yo no aparecía y luego de contarle lo que había pasado regañó al tío y a mí también.

Cuando ya me recuperé, mamá empezó a controlarme el uso de la bicicleta y me acompañaba al parque por miedo de que vuelva a cometer otra locura.

domingo, 27 de octubre de 2013

Mi día en colores


¡Ya quiero salir!, y miraba el reloj. ¡Ya – quiero – saliiiiiiiir!, y miraba otra vez el reloj. La frase se repetía a cada instante en mi mente, mientras seguía mirando el reloj que parecía haberse detenido. La pared iluminada me indicaba que todavía no terminaba. Bostezaba, miraba a los lados, suspiraba y de repente la luz en la pared se apagó. ¡Al fin podía salir! ¡Ya vamos!, alguien me dijo. Teníamos poco tiempo para regresar.

Tomamos el camino que al parecer era el más corto. Una flor y una mariposa iban a nuestro lado. Andábamos a prisa. Llegamos a un lugar inmenso, que tenía el piso tan liso que si caminábamos rápido podíamos caer; las paredes de las casas eran de vidrio; al fondo, por el pasillo, una vertiente de agua embellecía aquel lugar y junto a ella un gran comedor con paredes rosa y mesas de todos los colores y tamaños. Nos sentamos en una de ellas, una pequeña, y esperamos nuestro turno.

Treinta minutos más tarde, tomábamos el camino de regreso. En él encontramos varios obstáculos: unas luces rojas nos indicaban que debíamos detenernos. La flor y la mariposa nos acompañaban. Miré por la ventana, regresé la mirada y vi a la hermosa flor que se movía al vaivén del viento, sonriendo porque sabía que dentro de poco debía cambiar sus pétalos. La mariposa, vestida de brillantes colores, volaba a su alrededor.

En cada luz roja, la flor cambiaba un pétalo y la mariposa la observaba encantada.

Cuando se terminó el camino, ya la flor vestía un nuevo color. La mariposa a su lado resaltaba. Hacían una combinación perfecta. Avanzamos hacia donde estaba concentrada la gente. La flor y la mariposa nos seguían. El sonido de un pito hizo lanzar por el aire un balón. El blanco y el negro se enfrentaban como un juego de ajedrez. El pito volvió a sonar y el balón se detuvo; sonó una vez más para que el balón vuelva a dar rebotes; suena el pito, pero esta vez definitivamente el balón se detendría. 19 a 22, gana el blanco.

Diez minutos de caminata y llegamos a un verde prado. Esta vez combatiría la energía del color del sol con la pasión del color del amor. Todavía de pie, admirando a la mariposa, a lo lejos distinguí un rayo de energía que se acercaba para posarse sobre el verde prado. Su luz iluminó mi rostro y de él brotó una sonrisa. La impertinente flor hizo un movimiento brusco y me dejó al descubierto.

Otra vez el pito. Energía contra pasión. Pasión contra energía. Vence la energía. Mi mirada siempre fija en uno de los vencedores, mientras que la mariposa me aturdía con su aleteo y la coqueta flor era el centro de atención de un grande gorrión.

Cae la noche. La radiante mariposa se dirige hacia lo alto de un monte para observar a las luciérnagas en plena labor, iluminando la ciudad; el gorrión, toma en su pico a la delicada flor y alza el vuelo hacia un romántico paseo; y yo, sobre mi cama, escuchando el sonido de mi celular, recibiendo mensajes de aquel, que vestido del color del sol, resultó ser mi campeón.