Era marzo del 96. Tan solo contaba con 6 años y ya pensaba
en grande. En la última navidad mi mamá me había regalado una bicicleta. En
realidad la bicicleta no era solo mía. La tarjeta junto al pompón decía:
"con amor para Clau y Ale, de mami". Creo que a esa edad es muy
normal que los niños sean algo egoístas y, en lo que a mí respecta, me parecía
de lo peor tener que compartir algunas cosas con mi hermana mayor. Sin embargo,
el que mamá nos haya complacido con lo que siempre habíamos ansiado, desechaba
(solo a veces) la idea de quererlo todo para mí.
Habían pasado tres meses desde que recibimos nuestro regalo
y yo solo lo había tocado para limpiarlo. Yo deseaba tanto poder subirme en la
bicicleta, alcanzar tal velocidad y, con
el viento en mi rostro, sentirme totalmente libre. Pero hasta entonces todo era
solo un bonito sueño que veía más cerca cada día.
Mi hermana conducía la bicicleta de una manera que yo, en mi
corta vida, jamás había visto. Tanto anhelaba yo conducir como ella pero no
tenía quien me enseñe. Mi mamá trabajaba casi todo el día y al llegar a casa se
ocupaba de nosotras, pero ella tampoco sabía conducir una bicicleta así que
quedaba descartada de mi lista de posibles maestros. Mi papá jamás estaba
cuando se lo necesitaba, por lo tanto tampoco contaba con él. Mi hermana,
aunque me consentía demasiado, tenía tan poca paciencia que si no entendía algo
me abandonaba. ¡Me sentía tan sola!, nadie me acompañaba en mi camino por
cumplir mi gran sueño.
Varias veces intenté, sola, manejar la bicicleta y llegar,
al menos, a la casa de al lado. Pero no alcanzaba a subirme bien cuando mi
pequeño cuerpo ya estaba estrellándose contra el piso. Respiraba profundo,
sacaba fuerzas de donde no tenía, me levantaba y volvía a probar suerte pero la
situación no mejoraba. Después de tantas caídas, al final desistía. Tomaba la
bicicleta y entraba a la casa con el cuerpo adolorido y las rodillas
lastimadas.
Tantas veces lo había intentado sin obtener resultados que
empezaba a abandonar mi sueño. Y cuando más me sentía sola, sin nadie que me
ayude, apareció mi tío. Él fue, por mucho tiempo, mi tío favorito. Su nombre es
José pero todos lo conocen como Jota. Es hermano de mamá y en aquel tiempo
llegaba a presentarse en una entrevista de trabajo y como éramos su única
familia en el lugar, se quedó con nosotros.
Siempre fui la consentida del tío Jota así que no fue
difícil convencerlo para que me enseñe a manejar la bicicleta. Es más, ni
siquiera tuve que insistir porque a la primera que se lo pedí aceptó.
Esa misma tarde salimos al entrenamiento. Me llevó al parque
y ahí empezaron las primeras clases. Aunque ya tenía la mala experiencia de
todas las caídas al aventurarme a aprender sola, su presencia me transmitía
confianza. Poco a poco comenzó a soltarme hasta que pude mantener el equilibrio
yo sola. Llena de contento recorrí el parque en bicicleta con el tío Jota que
avanzaba siempre a mi lado.
Feliz, llegué a casa a contarles a todos que ya podía
manejar la bicicleta.
Mi primo era ciclista y fue lo que me motivó a tener ese
sueño. Admiraba ver la rapidez con la que se desplazaba y las piruetas que
hacía en el aire. Yo quería ser como él, hacer lo mismo que hacia él, ese
siempre fue mi sueño. Me apasioné tanto que ya no me bastaba solo con saber conducir
la bicicleta; ahora quería entrenar como él.
Yo sabía que mi primo no me lo permitiría pero igual se lo
pedí. Su respuesta fue un no rotundo. Y como no me daba opción decidí seguirlo
para conocer dónde entrenaba. Sigilosamente lo seguía sin perderlo de vista,
hasta que llegamos. Con paciencia esperé a que terminara el entrenamiento y
cuando al fin se fue me acerqué. Era una cuesta no tan inclinada. Al principio
tuve miedo pero cuando vi al tío Jota a mi lado, el miedo desapareció. Mientras
yo seguía a mi primo, el tío Jota me seguía y se había ocultado en un lugar
cercano al mío.
Quiso detenerme, pero era demasiado tarde porque ya yo
estaba decidida a hacerlo. Tuvo que aceptar mi decisión. Yo me sentía grande,
mayor, toda una mujer, porque era la primera vez que alguien respetaba mi
decisión. Lo dudé por unos segundos y antes de que la cobardía me gane
retrocedí para ganar velocidad. Tal vez esa fue mi peor decisión pero si no lo
hubiera hecho estoy segura de que ahora me estuviera arrepintiendo.
En realidad me arrepentí cuando cogí la cuesta porque a
mitad de ella me di cuenta de que lo que me esperaba abajo no era nada parecido
a la suavidad de la sábana de seda en mi cama. Empecé a gritar y cerré los ojos
pero no soltaba el timón de la bicicleta. A lo lejos escuchaba al tío Jota que
me gritaba que mueva el timón porque me estrellaría contra el cercado de una
finca. Lo dicho. Y para mi desgracia el cercado estaba hecho de alambre de
púas.
Me quedé tendida en el piso hasta que llegó el tío Jota y me
ayudó a levantar. Mis brazos y mis piernas sangraban por los rasguños que había
hecho el alambre de púas. Afortunadamente mi cara estaba intacta. El tío Jota
me tomó en sus brazos y me llevó a casa. Mi madre estaba desesperada porque yo
no aparecía y luego de contarle lo que había pasado regañó al tío y a mí
también.
Cuando ya me recuperé, mamá empezó a controlarme el uso de
la bicicleta y me acompañaba al parque por miedo de que vuelva a cometer otra
locura.